Prueba de sonido

Comencé a ir a casa de Montserrat para entrevistarla el 27 de enero de 2004. Poco antes, en torno a un roscón de Reyes, se había producido el “milagro” de que ella accediera a contar su vida (o eso quisimos creer). Las personas cercanas, especialmente los miembros de la Asociación Cultural Estel, nos habíamos reunido para celebrar la concesión a Montserrat de la Encomienda de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, cuya entrega iba a celebrarse el 18 de febrero. En ese ambiente de alegría, viendo el momento oportuno, pero sin haberlo premeditado lo más mínimo, lancé la idea en voz alta.

El entusiasmo general con que fue acogida la propuesta pareció vencer las reservas de Montserrat. Al recordarle aquello en nuestra primera entrevista, me dijo, en efecto:

—Pero los demás te han secundado de qué manera, ¿eh? Todos, todos…

La reacción ilusionada de los presentes había respondido, evidentemente, a que la idea estaba ahí, en el aire. Por mi parte, llevaba bastante tiempo dándole vueltas al asunto, sin saber que no era la primera vez que se le pedía algo así a Montserrat ni, menos aún, que ella anteriormente no había consentido en hablar de sí misma.

Montserrat y yo nos habíamos conocido en la Dirección Nacional de las Obras Misionales Pontificias, donde ella dirigía aún la revista Supergesto, aunque desde fuera, sin acudir habitualmente a la oficina. Yo había entrado en esa casa, para colaborar en otras revistas y publicaciones, en 1994, y nos veíamos solo de tanto en tanto; por ejemplo, cuando ella iba por allí a resolver alguna cuestión relacionada con la preparación de un número. Me gustaba la amabilidad de su trato, combinada con su presencia de “persona sabia” y su convicción, firme y respetuosa, a la hora de defender sus posiciones.

Al margen de esos encuentros ocasionales, coincidí con Montserrat y su inseparable amiga Carmen Olivares en una peregrinación que los de las Obras realizamos a Javier, cuna del Patrono de las Misiones. En la cena, las dos se sentaron enfrente de mí, y todavía recuerdo el dolor de cara de reírme sin parar, oyéndoles contar —especialmente a Carmen— diversas peripecias de sus viajes por España para dar cursos de animación a la lectura.

Nuestras conversaciones sobre libros y autores debieron de menudear más desde entonces, y me animé incluso a darle un artículo mío, “Razones para la poesía”, publicado en una revista en 1996. Ella debió de percibir en esas páginas alguna clase de sintonía con sus planteamientos, porque, para sorpresa mía, y justo cuando yo dejaba de trabajar en Obras Misionales, allá por 1997 —regresé después, precisamente en 2004—, ella me propuso incorporarme a sus cursos, para ofrecer una introducción teórica sencilla a las sesiones que giraban en torno a la animación a la lectura de ese género.

El caso es que, siete años después de aquello, ahí estábamos los dos, el día primero de nuestras entrevistas, comenzando a grabar en un casete de los de entonces. Nada más empezar, le pedí a Montserrat que hablara para hacer una prueba de sonido y comprobar si se grababa bien.

—¿Quieres que te cuente algo? Pues mira, la anécdota de los libros: que tengo que leer todos estos libros y que… ¡qué voy a hacer con ellos después! Estoy variando la estantería, modificándola, y quitando libros antiguos que están completamente caducados; que me da mucha pena quitarlos, por una razón: porque algunos son interesantes de autores —de estos eternos—, y, al no tener centro de Estel, yo no los puedo dejar en un centro…

Y así iniciamos nuestro camino.

Rafael Santos Barba