Sin darme cuenta, al contemplar un cartel mientras voy paseando, me viene a la memoria una novela de ciencia ficción, Farenheit 451. Escrita por Ray Bradbury, se publicó por primera vez en 1953, y presenta una sociedad en la que los libros están prohibidos y existen “bomberos” que los queman.
El bombero protagonista empieza a preguntarse por qué los dueños de los libros están dispuestos a morir: “Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar, para que una mujer se deje quemar viva. Uno no muere por nada”. Un día cae en sus manos una Biblia, y el bombero, que no se siente feliz con las grandes pantallas de televisión, siempre encendidas en su casa, piensa que quizás en los libros puede encontrar una respuesta a esa infelicidad.
Una noche es su casa la que tiene que quemar y debe huir para salvar su vida. Entrará en contacto con una peculiar comunidad, en la que sus integrantes se han convertido en “hombres-libro”, al haber memorizado alguna parte de un libro o un libro completo. El futuro que esta comunidad pretende es “pasarles los libros a nuestros niños de viva voz, y ellos esperarán a su vez y se los pasarán a otras gentes”.
La novela presenta esta sociedad sin libros en el siglo XX. Gracias a Dios, ya en el siglo XXI, las cosas no han sucedido así. Proliferan los libros de todo tipo, incluso en exceso, diría yo, y nuestros niños saben, no cómo se hacen las cosas, sino por qué se hacen así, gracias a ellos.
Se especula sobre si la televisión, el libro electrónico u otros medios acabarán con los libros tal y como ahora los conocemos. En 1953, uno de los personajes de la novela habla de la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego: “Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe”. Ese es el gran peligro, que reduzcamos los libros a un esquema que no nos lleva más de un minuto interiorizar.
Quienes amamos los libros sabemos que existe uno para cada momento, un libro que nos ayuda a pasar a otro mundo, un libro de cabecera, ese libro que nos descubrió el amor por la lectura, al que nos aferrábamos de niños, cada noche, en el ritual del cuento contado o leído por nuestros padres o abuelos antes de dormir. Soñábamos entonces que podíamos ser heroicos conquistadores, cazadores de ballenas, descubridores de mundos más allá de nuestras galaxias, y también que un sombrero podía ser una serpiente que se ha comido un elefante.
Yo no creo que los libros dejen de existir algún día; no concibo una sociedad en la que los hombres no tengan tiempo para leer. Los necesitamos para que nos recuerden nuestra verdadera esencia, para aprender de los errores cometidos, para descubrir el porqué de las cosas, para pensar, para soñar, para vivir. Si cada persona fuera un libro, nos daríamos cuenta de que la historia de su interior es mucho más valiosa que su portada.
Llego a casa y miro agradecida cada uno de los libros que he leído, y me doy cuenta de que ellos forman parte de lo que soy; y me entusiasma, a la vez que me asusta, la cantidad de cosas que aún no he llegado a leer, lo que me queda por descubrir del mundo y de mí misma. Me temo que no me va a dar tiempo, pero de una cosa estoy segura: son mi mejor compañía, y quién sabe si algún día incluso yo me atreveré a escribir también alguno.
Cristina Monje Fuentes