Aunque yo llevaba preparadas algunas notas, era esperable que en esta primera conversación de toma de contacto, en busca del “tono” adecuado, las ideas y temas fueran y vinieran bastante libremente, según iban saliendo al paso. A propósito de esto, y aludiendo nada menos que a unas indicaciones de André Breton sobre cómo anotar los sueños para que el afán de lograr un relato secuencial no frustrara el intento, le comenté a Montserrat que tal vez era preferible admitir un tanto estos vaivenes.
—Pensando en lo que es contar una vida y en todas las cosas que has hecho, tampoco nos tiene que agobiar el ser un poco desordenados, porque creo que es inevitable.
—Tú lo ordenas después. Es que eres el autor… —sutil vuelta a la carga.
—Yo lo ordeno después. Pero te lo digo porque supongo que muchas veces habrá que ir dando vueltas; que saldrá un tema y a lo mejor a la semana siguiente me dirás: “¡Oye!, me he acordado de que el otro día no hablamos de no sé que a propósito de esto”, y tendremos que dar marchas atrás.
—Puede ser.
Volví entonces sobre las cosas que traía apuntadas, entre ellas, un sencillo cuestionamiento sobre qué es una biografía, en un sentido global, de conjunto:
—He pensado un poco en qué es lo que hay que contar para contar una vida.
—¡Aaah…! —exclamó con una mezcla de risa y de sorpresa—. Es verdad.
—Porque la cosa tiene su miga. ¿Tú has pensado en ello? El “día del roscón” decías que ya alguna vez te habían lanzado la idea de escribir memorias…
Montserrat se refirió a dos personas —una de ellas, de México— que se habían planteado “tirar” de ella para hacerlo, en lo que fueron sendos intentos frustrados. Pero pasó página pronto.
—Pues yo no sé lo que es contar una vida…
Insistí:
—De todos modos, cuando lo de la Casa de Vacas, te lo había preguntado… ¿quién? —lo planteé con inseguridad, pero lo sabía perfectamente—. ¿Ana Pelegrín te lo había preguntado?
Aquello de la Casa de Vacas fue un precioso homenaje a Montserrat celebrado en ese edificio del Parque del Retiro de Madrid, organizado por la Asociación de Amigos del Libro Infantil y Juvenil, en reconocimiento a su labor. Y, en efecto, había sido ella quien le había lanzado el amable dardo de si se había puesto ya manos a la obra.
Al de Ana Pelegrín añadió entonces Montserrat otro de los nombres emblemáticos en el estudio de la literatura para niños.
—… y después la otra era Felicidad Orquín. Cuando entraba yo en el restaurante: “Oye, queremos hablar contigo”. Y dice: “Estamos hablando de que tienes que escribir tus memorias”. “Yo, noooo”. “Tienes que hacerlo y además se tiene que llamar…”. Era curioso, fíjate tú: Ana Pelegrín era de las persistentes. No sé cómo se les ocurrió a ellas, precisamente a esas dos personas, sabiendo cómo soy yo, unas memorias.
—Y ¿por qué no querías hacerlo?
—Porque no. Primero, que no tengo tiempo. Después, porque no me gusta hablar de mí. Y tercero, porque, si se habla de obras, pues bueno…: obras, pero en las que siempre han intervenido otras personas más. Yo nunca he trabajado fuera de equipo. Una vez o dos, cuando era muy joven; pero no, no, no. Yo no me quiero, y como no me quiero…
Esto último lo dijo con un tono levemente burlón.
—¿Y eso? ¿Qué te has hecho? —le pregunté riéndome.
—No lo sé, pero al no quererme, yo prefiero siempre esconderme.
Rafael Santos Barba