“Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”, recomendaba el poeta cubano José Martí. De esas tres cosas yo solamente he conseguido, por ahora, hacer una: tener hijos. No es que las demás no me parezcan importantes, pero es difícil, en pleno asfalto, siendo de natural urbanita, plantar un árbol; y, en cuanto a lo de escribir un libro…
De ser cierta la afirmación del poeta, tendría que hacer algo para conseguir llegar a ese objetivo. Puestos a intentar cambiar un poco las cosas, para acercarlas más a mis posibilidades, me pregunto por qué no modificar un poco el orden de los factores, sin alterar el producto. Se podría plantar un hijo, escribir un árbol y tener un libro (o varios, o muchos, tantos que las estanterías se comben con su peso).
Plantar un hijo, en realidad, es lo que hacen los padres todos los días. Plantan las semillas de futuro en cada uno de sus hijos, las riegan con cariño, las vigilan para que las malas hierbas no las agosten, abren surcos en su cerebro y en su corazón para que descubran lo que de verdad importa; las abonan con las tradiciones, con valores como la lealtad, la verdad, el amor a los semejantes, la caridad. Los arropan en el nido familiar y un día, al mirar el cuarto donde el hijo estaba plantado, descubren que la cama de 90 se le ha quedado pequeña. Mirándolo de cerca, descubren que a ese hijo le han salido un montón de hojas, que casi parecen alas o lo son realmente.
¿Se puede escribir un árbol? Claro que sí. En el árbol se escribe el paso de las estaciones: el verano, cuando, generoso, nos da sombra; el otoño, cuando las hojas pierden su vigor; el invierno, cuando se desnudan sus ramas y parece no tener vida; la primavera, que le hace renacer nuevamente. Igual que nuestro vivir. Sobre su corteza rugosa se alinean las hormigas y en sus ramas anidan los pájaros. En el árbol se escribe, porque está enraizado en la tierra, pero siempre crece hacia arriba, con la mirada puesta en el cielo.
Tener un libro es tener las tres cosas, porque el libro nos cuenta la historia del hijo y del árbol a la vez. Por sus páginas desfilan todas las fantasías que se puedan imaginar, miles de vidas, miles de mundos. Porque, si tenemos un libro, podemos sentarnos bajo el árbol con nuestro hijo para leerlo; porque, al fin y al cabo, al principio fue la palabra.
Árbol, hijo y libro tienen en común el deseo de trascender, de dejar en este mundo algo que no nos borre de la memoria colectiva. Pero, sobre todo, las tres cosas nos producen felicidad y en las tres dejamos parte de nosotros mismos.
Alguna vez he fantaseado con la idea de escribir un libro. No lo he descartado del todo. Y lo haría porque, uno de esos días en los que me parecía que todo era un fastidio, abrí un libro y, como Alicia, descubrí que existía un lugar donde no tenía cabida el aburrimiento; aunque a lo mejor también fue porque, de pequeña, contraje una rara enfermedad que se llama “imaginar”, y de mayor me di cuenta de que no tiene cura. Igual que descubrí que prefería un pájaro libre a uno enjaulado, aunque mis padres eran de otra opinión.
Si has llegado hasta aquí, a lo mejor deberías preguntarte por qué lees, qué son para ti los libros. A lo mejor valdría la pena descubrir qué clase de libro eres o quieres ser. Puedes ser de bolsillo, con encuadernación de lujo, de filosofía, arte, novela negra, ciencia ficción…
Te contaré mi pequeño secreto: a mí, de mayor, me gustaría ser un libro, pero no cualquier libro; me gustaría ser un libro de aventuras, de esas que no puedes dejar de leer hasta que llegas a la palabra FIN.
Cristina Monje Fuentes