En aquella cena en Javier, en medio del relato de episodios disparatados y desternillantes de sus andanzas comunes, Montserrat me había contado que Carmen y ella siempre rezaban antes de salir de viaje. Evocando aquello, en una atmósfera de cierta expectación por su parte y de claro nerviosismo por la mía, le dije enseguida:
—Yo te iba a proponer comenzar también con una oración, porque esto supongo que es de las cosas más parecidas a un viaje: el repasar así toda la vida.
Ella asintió con agrado. Saqué entonces una estampa de la Virgen de Montserrat que mi padre me había traído en algún momento y le pedí que se la quedara.
—Ay, qué bonita… La de Montserrat… Oooh… Pero ¿tienes otra tú?
La tranquilicé:
—Mira, yo tengo esta otra que, además, la voy a dejar aquí —en el cuaderno que llevaba y aún conservo— de señalador, para que Ella nos vaya marcando el camino. Y es que viene una oración que es del Papa en Montserrat…
“El Papa” era entonces Juan Pablo II, hoy santo, que había terminado una celebración en el aquel santuario, en 1982, rezando en catalán: “Us preguem, oh Pare…”. Montserrat fue leyendo y traduciendo sobre la marcha:
—“Te rogamos, Padre…”, porque en castellano lo hacemos de “Tú”… —Y siguió. Pero más adelante pasó al “Vos”:— “Haced, Señor, que todos los hombres acierten a descubrir el profundo sentido de su existencia peregrina en la tierra; que no confundan las etapas y la meta; que modulen la marcha según el ejemplo de María…”.
Al terminar la oración, exclamó con suavidad:
—¡Qué bonita es! Me la quedo yo… Pues muchas gracias.
Y aún añadió:
—¡Es preciosa! Que la Virgen nos ayude…
Pasé luego a explicarle la idea que yo llevaba, para ver cómo la veía ella. Fundamentalmente consistía en hablar siguiendo el propio hilo de su vida y detenernos cuando, en el curso de esta, apareciera un tema importante; así, teniendo lo cronológico como guion, se podrían introducir también los asuntos en los que ella más había trabajado, o más le habían interesado. Montserrat, hasta ahí, se mostró conforme con un sincero y escueto:
—Pues muy bien…, muy bien.
Los tira y afloja vinieron a continuación. La intención de nuestros encuentros era, aparentemente, poder llegar a dar forma a un libro sobre ella. Le puse el ejemplo de las memorias de una conocida actriz, cuya edición yo había podido seguir de cerca y que se habían ido elaborando a base de conversaciones grabadas. Sin haber llegado a decirle que la intérprete aparecía en la portada como autora de su autobiografía, al adelantar que en los créditos el entrevistador aparecía también como autor, me cortó en seco:
—Es que esto es lo que tiene que ser.
Quise dar otra vuelta al asunto inútilmente:
—Sí, pero yo no quiero constar como autora. El autor eres tú. Como si escribieras una biografía de una señora cualquiera, o de cualquiera… No, no, no, la autora, no.
Pensando que de esa forma daba a entender que me saldría con la mía, intenté esquivar el asunto posponiéndolo:
—De todos modos, eso es lo de menos, porque ya se verá en su momento, cuando lo acabemos.
Tonto de mí. Qué poco conocía aún a Montserrat.
Rafael Santos Barba