Lectores y libres

Sábado por la tarde. Tarde de invierno, una de esas triste, fría y lluviosa. Mi sofá se encuentra “okupado” por una preadolescente que come chuches. No han servido de nada mis intentos de hacer algún plan fuera de casa. “¡Ufff, con este tiempo…! Y seguro que pretenderás que vayamos en metro… ¡Qué pereza!”.

Así que decido atacar antes de que llegue el tan temido “¡me aburroooo!”.

—Pues si la yaya hubiera pensado lo mismo que tú, no habría aprendido a leer —la yaya es mi madre, su bisabuela—. Tenía que ir al colegio en tren todos los días. Se llevaba la comida y volvía casi de noche.

Me escucha y no dice nada; supongo que piensa que voy a encajarle alguna batallita.

—Podrías leer algo, ¿no? —digo para animarla.

—Pero si solo tienes libros o de muy pequeños o de mayores o aburridos…

De pronto se me enciende una luz. Tengo un libro que a lo mejor le puede gustar.

—Exageras, tengo más de un libro interesante; claro, que a lo mejor no puedes leerlos, tan mayor como eres y sin gafas… —bromeo para picarla—.  Hay por aquí uno, La ladrona de libros…

Y le pongo en las manos el libro de Markus Zusak. Lo mira con prevención, porque es una edición de bolsillo, tiene la letra pequeña y muchas páginas.

—Aunque no sé —continúo—, lo mismo eres aún pequeña para entender este libro. Trata de una niña de 10 años que no sabe leer y que en el cementerio donde entierran a su hermano recoge un libro, su primer libro, que se cae del abrigo de un joven. Con el tiempo se convierte en escritora. El narrador del libro es la Muerte —resumo de un tirón.

Esto la decide. Acabo de retarla, y eso, en general, anima a cualquier preadolescente. Y  mientras ella comienza a leer, recuerdo cómo en ese libro un adulto sabe introducir a una niña en el mundo de la lectura y las palabras, a través de los afectos y del respeto a su personalidad.

En la novela hay un momento que a mí me gusta particularmente, cuando descubre el poder, para bien y para mal, de las palabras. Tiene lugar cuando es invitada por un compañero de clase a quemar un libro, la noche del 20 de abril de 1940, para celebrar el cumpleaños de Hitler, después de un mitin que ha congregado en la plaza a todos los habitantes del pequeño pueblo. Se acerca al fuego titubeante y arroja el suyo, pero en su interior se rebela, y, cuando toda la gente ha desaparecido, vuelve a la humeante pira de libros medio quemados y rescata uno, escondiéndoselo en el abrigo.

En todas las épocas, cuando se quiere someter a un pueblo, siempre se empieza quemando o prohibiendo según qué libros o imponiendo otros. En latín, el término que significaba ‘libro’sonaba casi igual que el adjetivo que significaba ‘libre’, identificando desde muy pronto la lectura con la libertad.Los libros encierran una invitación a dudar, a no conformarse con las apariencias, a romper las ataduras y abandonar los prejuicios para mirar la realidad cara a cara. Y eso es siempre peligroso, porque no es fácil manipular a una persona a la que se ha enseñado a pensar.

Montserrat Sarto lo sabía bien, y lo plasma en sus estrategias; porque a medida que nos vamos adentrando en el ámbito del lenguaje, gracias a los libros, la realidad de nuestra vida se va enriqueciendo, creando, casi sin darnos cuenta, encuentros valiosos con los demás y con nuestro entorno. Y cuando destruimos un libro, mueren con él todas las vidas que lo hicieron posible y todas a las que en el futuro hubiera podido aportar conocimiento, gozo y esperanza.

Miro a mi “okupa” enfrascada en el libro, mientras sigue comiendo chuches, y sé que su amor por la lectura le abrirá la mente, a la vez que crece en altura y se convierte en una mujer. Eso sí, espero que siempre con un libro en cada mano y muchos en el corazón y la cabeza.

Cristina Monje Fuentes