La obra, no la persona

Era evidente que, al plantear a Montserrat la cuestión de la autoría del libro que pudiera surgir de nuestras conversaciones, me había metido en un atolladero. Intentando seguir adelante, le pregunté si había dado vueltas a este asunto de contar su vida desde que tomó cuerpo la idea, el célebre “día del roscón”.

—Yo, muchas vueltas, no. Lo que sí quiero es que siempre sobresalga la lectura: la lectura, la prensa dedicada a los niños…, ¿comprendes? No tanto “Montserrat Sarto es la que ha hecho todo esto”, sino aprovechar todos estos hitos siempre hacia lo que ha sido: hacia una obra, más que hacia la persona. Eso sí me gustaría: que fuese una auténtica ganga para la promoción de la lectura, tanto de prensa como de libros.

Y repitió, un tanto ensimismada:

—Eso sí, eso es lo que me gustaría.

Claro, pero ¿y los episodios de su existencia, de su trayectoria? Nuevo intento por mi parte:

—Yo creo que lo podemos hacer así; lo que pasa es que, de alguna manera, para ordenar toda esa información, el hilo de la vida seguramente es lo que facilita más…

—No, no, si me parece muy bien que sigamos este ritmo. Además, a mí me gusta mucho, porque he sido muy feliz en mi infancia también, con muchas penas y muchas cosas, pero… Quiero decirte, que siempre que esté relacionado con algo de libros y lectura; siempre, relacionado con lo que es auténticamente la vena de lo que nos proponemos. ¿Eh?, ¿te parece bien?

Otra vez a punto de encallar. Yo, erre que erre:

—Me parece bien; intentaré ingeniármelas para que salgan las dos cosas a relucir.

Y ella, para qué contar:

—Fíjate: la persona va a cumplir 85 años; ya no interesa a nadie una mujer de 85 años…

—A mí, sí —los dos nos reímos.

—Ya lo estás demostrando. Después resulta que, bueno, “Montserrat Sarto ha hecho estas cosas…”; pero prefiero la obra, prefiero la obra antes que… Que nunca la he hecho sola, porque esto no se hace solo nunca.

“La obra antes que la persona” era una vez más —estaba claro— la idea que había dejado truncada al autointerrumpirse. Cuando, contemporizando, al fin le reflejé con mis propias palabras esa intención principal de que la obra quedara por delante de ella misma, se lanzó en picado:

—Sí, sí, sí, sí…, porque puede servir de estímulo y de ánimo para otros.

Yo creía estar luchando como gato panza arriba, pero lo cierto es que, por muchas componendas verbales que aún hiciera, en lo esencial Montserrat se iba a salir con la suya. Todavía le expliqué lo motivador que había sido para mí leer biografías. A propósito de esto, le dije:

—Me parece que uno se interesa por la persona, pero en realidad se está interesando por la dedicación de esa persona.

—Justo, coincidimos.

—Siempre he tenido la sensación —añadí— de que había muchísimas cosas de tu vida que no sabía y que podían ser interesantes e incluso apasionantes. Pero entiendo perfectamente el interés tuyo en que quede en primer plano todo eso —“la obra”, quería decir—. Y aunque estés hablando de ti misma y de lo que has hecho, creo que es lo que va a prevalecer y lo que va a lucir ahí.

Me gusta mucho eso.

Entonces me dijo, señalando mis anotaciones en el cuaderno:

—Traías más puntos…

O lo que es lo mismo: tema zanjado. Para este tipo de indicaciones sutiles, Montserrat era única.

Rafael Santos Barba